Nota del autor

17 de Noviembre de 1973

Servidor, monaguillo de la iglesia de San Juan Bautista, en la sierra de las Villuercas, subí como todos los días al campanario. Sólo ascendía hasta allí para llamar a oficios golpeando con el badajo la campana gorda o haciendo girar el esquilón; la tarea de dar cuerda al reloj del campanario no me correspondía, era misión del alguacil municipal, que era y es mi tio por parte de padre.

Pero siempre encontraba hueco para colarme en la caseta que refugiaba a aquel gran artilugio dueño de las horas y alimentar al perro que no me permitían criar en casa. Muchas tardes de lluvia apoyado en sus huesos devoraba volúmenes de Jack Lodon, Enid Blyton y otros amos de las letras. En el tiempo sobrante merodeaba la estructura de aquel que ordenaba el tiempo para conocer sus entresijos.

A mi inocente entender si él se detenía, se paraba el mundo. Un mundo que se delimitaba por las montañas que cerraban el valle. Hurgando en los adentros de aquel viejo reloj encontré una oquedad en la parte posterior de una barra metálica de sostén, quizá un defecto de soldadura .

Aquella tara para mí se llamó misterio.

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